Cuando un amigo se va

Una mañana de sol, al llegar la primavera, con el alma en bandolera se marchó…

”Yo lo sentía como mi amigo, aunque nunca lo conocí”, me dice, notablemente estremecida, una mujer al enterarse de la noticia del deceso del poeta y cantor Alberto Cortez, la voz de la amistad, este jueves pasado. Y es que es el único artista latinoamericano del que todos podemos sentirnos amigo. Qué cosas tiene la vida…

Desde niño, sin importarme las imputaciones de anacrónico por parte de muchos, conocí al autor de “Mi árbol y yo” 20 años antes de que la vida me concediera el designio divino de estrechar sus finas y largas manos, y es que el embrujo de su glosa y el hechizo melódico de su inspiración hacían que una canción suya nos llevara, inexorablemente, a la otra, descubriendo en cada libación del elixir exquisito de su poesía al ser humano asombroso que desnudaba su propia existencia a través de las vivencias de los demás.

El cantor de las simples cosas supo vestirse de diferentes prendas, sus pies calzaron los zapatos del alma sabiendo ser él cada uno de nosotros. Ese ser irremediablemente sensible por la naturaleza de su condición bohemia. En el amor, nuestro incansable trovador nos reinterpreta a nosotros mismos con la esperanza de abrir ventanas fabulosas abrevando en cada romance, haciéndonos llegar una rosa cada día, una rosa que hoy el mundo de habla hispana exige urgentemente a manera de esa silente compañía porque hoy, a solas, más que nunca nos duele la nostalgia. Alberto se bebió de golpe todas las estrellas, se quedó dormido y ya no despertó.

México fue uno de los escenarios más decisivos e influyentes en la vida privada y profesional de Alberto Cortez. Su inquieta inspiración lo llevó a conquistar y redescubrir nuestro bagaje sentimental a través de la voz de nuestros pueblos y voces tantas; enriqueciéndose de la prosa de Paz, la poesía de Sabines, la sabiduría de José Alfredo, la música de Lara o el caudaloso romanticismo de Álvaro Carrillo.

Qué suerte he tenido de nacer…

Es la tercera llamada. El público fiel, incluyéndome, aguarda la salida a proscenio del inmaculado compositor sin saber que será esta su última comunión con la audiencia que por tantos años lo siguió aprendiéndolo a querer cada día más, apoyando incondicionalmente su menguado estado de salud. A sus casi 79, las limitaciones propias de su desgaste físico no fueron impedimento para que su enorme e infatigable entrega se tornara en una simbiosis entre él y nosotros, quienes durante una hora y media de espectáculo convertimos el teatro en un auténtico rincón del alma. No obstante los años y las interminables presentaciones por todo el mundo, su sinceridad y amor por el arte nunca se extinguió. Aquí es donde diferenciamos entre un cantante de oficio y el artista consagrado que llenó jubilosamente nuestros espacios vacíos, como el primer día. Vientos, campos y caminos, distancia; ¡Qué cantidad de recuerdos!

Nuestro Alberto, argentino y ciudadano del mundo, nos instruyó a no llamarle extranjero. Sus inicios se remontan a los años 60 cómo baladista e ídolo de la juventud. Posteriormente interpretó y compuso boleros como “Un cigarrillo, la lluvia y tú”. El tango siempre estuvo presente en su manifestación emocional. Su carisma lo llevó de la mano a recibir el añorado y furtivo abrazo de América. Sus canciones lo definieron mejor que nadie y se convirtieron en un postulado filosófico. Sus frases maestras hoy son axiomas y máximas; indiscutibles proezas de la lírica. Multimillonaria fue la sensible herencia de la unión de Facundo Cabral y Alberto Cortez; dupla luminosa que entre cortesías y cabralidades nos dejó muy en claro que lo Cortez no quita lo Cabral.

Tuve el gusto de disfrutarlo en México en casi una decena de célebres presentaciones, distintas todas, únicas en su carácter de personalidad. Alberto fue el mejor intérprete de sí mismo. Siempre tuvo algo nuevo que decir a través de su pensamiento hecho canción. En Estela Raval encontró a una gran amiga con quien presentó durante años una exitosa gira internacional. En los últimos años nuestro bardo soltó la guitarra, dejó de lado los ensambles musicales y las grandes orquestas para hacerse acompañar del piano, el rey de los instrumentos. Pianistas virtuosos compaginaron con la voz vigorosa, vibrante y recia del constructor de castillos en el aire, logrando que piano y voz se fundieran alegóricamente en un crisol redentor. Mención aparte merece el delicado y creativo tratamiento armónico de sus canciones, a las que supo elegir la música adecuada para cada pasaje, atinadamente, entre el vals, tango, bolero, balada, canción criolla o una romanza. No conozco a un sólo seguidor de Alberto que no haya alguna vez esbozado una lágrima como producto de los mensajes implícitos en la obra del gran autor.

¿Quién nos hablará ahora de Mariana, Juan Golondrina, el viejo Pablo (Callejero), Gustavo (Me llevaré conmigo), Juan Golondrina o Goyo (Qué maravilla)? ¿Quién nos hará el esperado recorrido al límite del patio por los viejos andenes alentándonos a caminar siempre adelante? Cada canción tuya, Alberto, quedará como un himno infinito.

Confieso que no me gusta compartir a mi Alberto, incluso los invito a hacer lo propio, a no hablar de él a quienes no lo conocieron. Dejemos que el banquete de su legado siga siendo festín de pocos.

Nunca tuvo hijos, abordó poéticamente múltiples formas del erotismo, explorando las emociones de terceros, viviendo en una calle sin esquinas y volando con sus alas luminosas entre espejos sugestivos de colores. Alberto le cantó al abuelo, al padre, al callejero, a la distancia, a la copla, al campo, a los demás, a los aromas, al hermano, al amigo, la locura, el suicidio, las aves, la marea, los oficios, el perro, la guitarra, el amor desolado, las ciudades del mundo, a la vida y a la muerte. En la sinfonía de su legado predominaron, como el leitmotiv de sus historias, la soledad y la ternura, esa ternura que hoy nos adeuda a sus amigos y seguidores.

Qué razón tenías, querido Alberto. El vino puede sacar cosas que el hombre se calla, Que debieran salir cuando el hombre bebe agua… Hoy brindaré por ti con el mejor vino y las mejores manzanas para poner a bailar mi pena, descalza.

Buen viaje, hermano Alberto. Te quiero siempre mucho y esto dicho de hombre a hombre, a la manera de tus canciones. Te envío mi mejor abrazo y mi ternura, que por mucha que es, nunca alcanzará a cubrir la tuya (…)

“Cuando un amigo se va queda un espacio vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo…”

¡Ni una línea más!

* El autor del texto es productor y cantante. rodrigodelacadena@yahoo.com

Fuente: Notimex